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domingo, 12 de enero de 2020

Restos de viento.




Hay películas que abordan temas fuertes a través de una mirada infantil, y que no buscan en ningún momento abusar de esto o tocar el tema solo porque podría verse desde una mirada muy crítica o una visión muy superficial. Lo traumático del asunto en una venta fácil, como muchas veces se abusa en Hollywood; sino que a través de propuestas valiosas, historias construidas a través de una lógica, corazón y experiencias enriquecedoras, logran poner puntos y temas importantes, al acceso de todo público, y crear una experiencia si bien no "rosa", tampoco muy cruda; sí palpable, establecida, y que enriquece en más de un aspecto, entre ellos, el hecho de hacernos ver que todo golpe psicológico, haya sucedido en nuestra infancia o no, es superado con el tiempo, pues el humano tiene una herramienta muy poderosa para lidiar con estos recuerdos: la memoria y cómo moldeamos y modificamos recuerdos para olvidar o recordar.

Nombrar algunas que entren en este rubro es en verdad muy fácil para mí, pues si bien, como ya lo mencioné antes, existe el abuso a este tema por parte de la “big industry” desde hace mucho tiempo, hay películas animadas como El viaje de Chihiro, La vida de Calabacín, Toy Story 3, Frozen, o no animadas como Stand By Me, o la muy bien lograda Donde habitan los monstruos, de Spike Jonze. Hoy quiero hablarles de una película mexicana que me dejó fascinado.

Restos de Viento, de la directora Jimena Montemayor, muestra el duelo de una familia tras la pérdida del patriarca de la casa. La esposa, una argentina que se queda con sus dos hijos sola, una pequeña en esta transición que se empieza a mostrar de la niñez a la adolescencia y un niño con su imaginación a flor de piel. Vemos cómo cada uno libra con este duelo, ya sea consciente o inconscientemente, y cómo cada uno toma determinadas responsabilidades de otro en la casa por el duelo que viven.

En la madre es más visible este duelo que como a la mayoría de los adultos; llega con un golpe brutal a su estado anímico y la introduce a un estado depresivo que la vuelve dependiente al alcohol y las pastillas; a la niña la golpea en el sentido mismo de la falta y necesidad de un padre en el crecer que se va presentando muy forzado por esta ausencia, (se siente un duelo por no querer crecer), cuyo hueco busca llenar en toda oportunidad que se le presenta de la manera más inocente y genuina.

Y en el niño, quien a pesar de ser el único que no sabe que su papá murió, se convierte en el agente conciliador en los conflictos que empiezan a surgir a través de madre e hija por los roles que empiezan a adquirir cada una por la falta de esta figura; es la maravillosa y muy notable manera en que el niño exterioriza esto, a través de una aparición, una figura fantasmal, cuya identidad se irá revelando toda vez que la familia, en el grado natural que se dan todas las cosas en la vida, vaya sanando, a través de la experiencia misma y la interacción entre sus partes. Esto es lo grandioso de la película.

El gran logro de esta directora, además de la propuesta tan genuina, y si me permiten el comentario, única, de la cual yo no recuerdo algo igual en nuestro cine, es el valor que da a las situaciones y cómo estas nos hablan a través de la fotografía, incluso cuando en gran parte de la película no hay muchos diálogos, y esto no es de gratis; la directora sabe de lo que habla, de lo importante y fundamental que es para que la película conecte con este lenguaje contemplativo por medio de la fotografía, y dejarla relegada a cargo de alguien que sabe, y ahora explico por qué.

Antes de ser directora y productora, Jimena Montemayor fue precisamente directora de fotografía, realizó este trabajo en varios cortometraje y documentales (entre ellos Cuates de Australia, de Everardo González) y después dio el salto a la dirección. Esta película en particular es su segundo trabajo tras la dirección de En la sangre, y sin lugar a dudas sabía cómo explotar al máximo su historia, y bajo qué herramientas mostrarla tan sencilla y bella, con la profundidad necesaria. Y sin duda alguna si logró llegar a este punto máximo a través de todo lo que retrata y habla con la cámara, es por quien hizo el trabajo en este departamento: María Secco.

Hablar del trabajo de esta mujer es redundante para los que ya la conocen, para quien no la conozca aún, María Secco es una de las cinefotógrafas más importantes no sólo de nuestro país, sino del mundo. Muy pocos cinefotógrafos hoy día en México pueden ostentar del currículum que tiene la nacida en Uruguay, pero nacionalizada mexicana, por ahí Tonatiuh Martínez o Diego García podrían ser los que tengan un reconocimiento similar, pero aun así el trabajo tan distinguido dado por María, de maneras tan distintas en trabajos de directores como Julio Hernández Cordón, el ya mencionado Everardo González, Fernando Eimbcke, Diego Quemada-Díez y Claudia Sainte-Luce, nos hacen saber que esta mujer sabe lo que hace, y ahora menciono que tiene de distintivo su trabajo en esta película.

Secco se enfoca en los pequeños detalles que hablan en cada uno de los personajes, a pesar de no haber muchos diálogos, de tener encuadres muchas veces abiertos, con planos medios y generales. Es a través de la iluminación, paleta de color, o simplemente "cosas" en el diseño de producción, que nos hablan sin ser forzosamente muy notorios, o forzados a la vista del espectador; lo visto, y que da sentido, muchas veces está envuelto en el plano general, pero los personajes le dan ese sentido a través de lo que el espectador intuye que están sintiendo, están pensando, están sufriendo (y esto es un reconocimiento que se debe hacer a Jimena, que haga partícipe al espectador desde este punto de manera muy consciente, que jamás lo trate como un ser incapaz de ver estas cosas), esto amalgama perfectamente con dos cosas más además de las ya mencionadas: el estupendo score compuesto por Emiliano Motta, y las actores involucrados.

Los niños, interpretados por Diego Aguilar y una estupenda revelación de Paulina Gil; ambos hacen un ensamble perfecto con una Dolores Fonzi, que no podría estar más perfecta. Honestamente, no he visto muchas películas de ella (yo la admiro profundamente desde que vi la película argentina El Aura) pero de las que he visto, esta es su mejor interpretación. La química de los tres es estupenda, palpable, rebasa la pantalla. Hay situaciones y momentos, diálogos y silencios que compartes, bellos y duros, que realmente son más que oro, son arte vivo.

Una película que, como ya lo dije, tratando de ayudar a entender una realidad muy fuerte para quien lo vive en la infancia, como lo es la muerte, y la sanación en etapas, logra hacerlo a través de una mirada natural, sutil, pero sobre todo, bella, cuyos errores yo los podría contar con un solo dedo, (por cierto, a cargo de María Secco) y que es una tontería de ser planteado, porque jamás arruina todo lo que la película construye (pero por desgracia no puedo dejar de lado mi lado "voyeur") y el claro ejemplo para quien dice que la gran mayoría del cine de ficción, sobre todo el mexicano, solo sirve para entretener. Adéntrense un poco a esas otras propuestas que no llegan al cine, las salas de cine hoy día son un lugar en donde encuentras de todo, menos cine.





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