Sólo tenemos palabras
Cada una las suyas
Que dialogan con el silencio
Hacía mucho tiempo que una película no me llevaba a un grado tan demandante de introspección, de pensamiento y meditación para saber qué tanto bien hacían este tipo de ejercicios, o si realmente había la necesidad de hacer una película así, y es que son exactamente las preguntas que yo suelo hacerme antes de crear algo a través de las imágenes, el sonido y el discurso.
Al decir esto también digo de manera metafórica, pero que ahora arrojó de manera explícita, que hacía mucho tiempo que una película no me emocionaba y me conmocionaba en medidas muy similares como el documental de Efthymia Zymvragaki
Quizá lo primero que debería de mencionar es un aspecto muy atinado en cuanto a la forma se refiere: la narración hecha a través del lenguaje del cine diario. Si bien más allá de la parte personal que hay de la directora en la obra, pudo haber otras formas de llevar esto a la pantalla y quizá contar esta historia de manera más ligera (o incluso más dura, como es el breve ejercicio de ficción que cree el personaje principal que está haciendo) se hace una especie de manifiesto o tratado por parte de la directora con el espectador, mediante el cual, sin nosotros saberlo conscientemente, se nos dice:
“ven, te voy a contar la historia de Ernesto, y también la mía. Y por muy dura, y cruel, y vil que sea; aquí estoy para protegerte, porque yo ya he vivido esto”.
Justo es este tratamiento de cine diario, el que hace que en apariencia veamos la narración con la medida correcta de distancia la mayor parte del tiempo, con la voz de la directora en off marcando el timing todo el tiempo, no sólo contando su historia y la de Ernesto, sino también sus intenciones con el documental y las formas que quiere emplear para ello; con muy pocas y acertadas intervenciones de Ernesto en el espacio temporal real del documental, y una serie de imágenes y secuencias que si bien forman parte del contexto espacial de la vida de Ernesto, vida a la que se asoma Efthymia durante el tiempo que convive con él y la lleva al otro lado del remolino que une sus historias, parecieran no se hilvanan o sujetan a una narración lineal; pero es justamente todo esto lo que la directora hace deliberadamente para que precisamente el espectador se percate de que, más que buscar ser este ejercicio una apología de la violencia, sobre víctimas y castigadores; busca, sin justificar ni condenar las historias que se retratan de perpetradores de la violencia, se busca contar la historia de dos personas que fueron heridas, he hirieron de maneras extremas.
Necesario creo es decir quién es Ernesto. Ernesto es un hombre de sesenta y pocos años que vive en una de las Islas Canarias y que, contacta a la directora griega afincada en Barcelona, para que haga una película sobre su vida, ella acepta con algo de temor, pues sabía que inminentemente contar la historia de Ernesto la haría recordar y volver a vivir su particular historia con su padre en Creta, otra isla que, como suele pasar en particular y símiles lugares, la vida de las personas son muy parecidas, sus rutinas, sus padecimientos, sus dolores internos.
Ernesto cuenta de manera muy vívida, sin complejos y tapujos, su vida marcada por la violencia, desde niño a través de su padre. Al principio, la violencia psicológica hacia él, pero también la violencia física hacia su madre, y como después él replica de iguales maneras esa violencia a su pareja y su hijo, hasta que él comprende que la única forma de romper el vínculo, y tratar de curarse al mismo tiempo, mientras curaba a su hijo de la condena y la violencia, era alejándose, como en su momento Efthymia lo hizo de su padre, pues pareciera que la violencia sólo tiene dos destinos, y pareciera en ese sentido las mujeres son mucho más fuertes que los hombres, y este comentario lo hago sin generalizar por supuesto; pues mientras la mayoría de los hombres repetimos patrones, nos quedamos en el seno, pero replicamos las violencias; las mujeres sufren el dolor de la ausencia y el exilio con tal de sobrevivir, huyen y en el acto cargan con la memoria de una violencia que jamás desaparece, pero al menos se puede vivir conciliando con ella.
Muchos podrían juzgar la exposición que hace la directora de la historia de Ernesto, como la cuenta sin tapujos, y en cambio la de ella no profundiza y apenas arroja esbozos o detalles que jamás llegan a los límites y detalles que Ernesto cuenta; pero me parece que Efthymia sí cuenta todo eso, y lo hace de maneras responsables y conscientes, pero a través de formas poco ortodoxas, precisamente para despistar al espectador, y que no se sienta tan abrumado, que evidentemente se sentirá abrumado por la naturaleza de lo narrado, pero para el espectador será como ver un aparatoso accidente de refilón con el rabillo del ojo mientras va conduciendo, y no estar viviendo el accidente con el coche prensándote sin poder respirar. Acá es necesario, muy necesario; entregarte a Efthymia y leer entre líneas, adentrarse a las sombras para encontrar la luz.
No hay agresión en la decisión de Efthymia en contar esta historia y hacer este documental, en primero, porque ni romantiza, ni justifica, ni juzga a los dos protagonistas (Ernesto, que aparece a cuadro y después no, y el padre de Efthymia que sólo aparece por la descripción que se hace de él y su historia con ella) sólo nos cuenta su historia, por más cruda que sea; pero sin imágenes que precisamente susciten a esa violencia, sino todo lo contrario, Efthymia hace que a través de la cámara y todo lo que vemos, se nos sugiera que, en los lugares donde impero una oscuridad profunda y lacerante, también puede haber luz, armonía, felicidad. Y si en el ejercicio de introspección Efthymia no da los detalles más duros que seguramente vivió con su padre, es porque implícitamente ya están contados a través de la historia de Ernesto, que si lo dice Efthymia de maneras simbólicas a través de la intimidad en el retrato de lo visual, y metafóricas a través del discurso.
En el título del documental, que no descubrimos su naturaleza sino hasta casi el final de este, vemos más allá de las intenciones de Efthymia de contar estas historias, la de ella y Ernesto, y que de alguna manera a ella la asustaba pues los hermanaba a pesar de lo que él fue, con ese otro él que se despertaba a través de los malos sueños, el alcohol y su patología. Hay una clara necesidad por parte de ella de hacer las pases y reconciliarse con su padre, aunque ya no esté, somos testigos de su regreso a Creta después de tantos años, buscando respuestas y formulando preguntas que la acompañarán y formarán parte de ella por el resto de su vida al igual que su padre. Es entonces que al final, como suele pasar en el cine diario, Efthymia nos confronta, preguntándonos “El amor es una pregunta o una respuesta” en esta pregunta va implicado todo, el dolor de no saber cómo decir te quiero cuando lo debemos hacer, la valentía que ello implica, y en cambio lo fácil que es repetir las aberraciones que venimos arrastrando sistemáticamente de generación en generación. Ahora la luz cae en vertical para que el espectador reflexione, se deje sumergir en esa catarsis como quien se sumerge al mar, y cree la tesis que genere sus propias conclusiones del por qué a pesar de todo, el amor y el perdón pueden más, y Efthymia dedica esta obra tan difícil y hermosa (y que llevó a su servidor al borde de las lágrimas) a su papá. Y a nosotros también.
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