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viernes, 17 de octubre de 2014

Para buenos cafés, los que toman los escritores (Parte 1)


Un buen café en la Place Saint-Michel - Fragmento de "París era una fiesta" de Ernest Hemingway.


De modo que pasé a la otra acera y miré al tejado aguantando lluvia, para ver si había chimeneas con humo y qué tal salía el humo. Pero no se veia ningún humo y pensé que la chimenea estaría fría y el tiro iba a ser un problema, y el cuarto a lo mejor se me llenaba de humo y desperdiciaria la leña y el dienro se me iba en nada, y eché a andar bajo la lluvia. Pasé ante el Lycée Henri-Quatre y aquella iglesia antigua de Saint-Etienne-du-Mont y por la place du Panthéon que el viento barría, y doblé a la derecha para guarecerme y por fin alcancé el lado de sotavento del boulevard Saint-Michel, y aguanté caminando más allá del cluny en la esquena del boulevard Saint-Germain, hasta que llegué a un buen café que ya conocía en la place Saint-Michel. Era un café simpático, caliente y limpio y agradable, y colgué mi vieja gabardina a secar en la percha y puse el fatigado sombrero en la rejilla de encima de la banqueta, y pedí un café con leche. El camarero me lo traje, me saqué del bolsillo de la chaqueta una libreta y un lapiz y me puse a escribir. Estaba escribiendo un cuanto que pasaba allá en Michigan, y como el dia era crudo y frío y resoplante, un dia así hizo en mi cuento. Por entonces, ya los fines de otoño se me habían echado encima de niño y de muchacho y de joven, y, puestos a describirlos, en unos lugares salía mejor que en otros. A eso se le llama trasplantarse, pensé, y a lo mejor les conviene tanto a las personas como a otras especies cuando crecen. Pero en mi cuento los amigos bebían unas copas y me entró sed y pedí un ron Saint James. Sabia a maravilla con aquel frío y seguí escribiendo, sintiéndome muy bien y sintiendo que el buen ron de la Martinica me corría, cálido, por el cuerpo y por el espíritu.

Una chica entró al café y se sentó sola a una mesa de la ventana. Era muy linda, de cara fresca como una moneda recién acuñada si vamos a suponer que se acuñan monedas en carne suave de cutis fresco de lluvia, y el pelo era negro como ala de cuervo y le daba en la mejilla un limpio corte en diagonal.

La miré y me turbó y me puso muy caliente. Ojalá pudiera meterla en mi cuento, o meterla en alguna parte, pero se había situado para vigilar la calle y la puerta, osea que esperaba a alguien. De modo que segui escribiendo.

El cuento se estaba escribiendo solo y trabajo me daba seguirle el paso. Pedí otro ron Saint James y sólo por la muchacha levantaba los ojos, o aprovechaba para mirarla cada vez que afilaba el lapíz con un sacapuntas y la virutas caían rizándose en el platillo de mi copa.

Te he visto, monada, y ya eres mía, por más que esperes a quien quieras y aunque nunca vuelva a verte, pensé. Eres mía y todo París es mío y yo soy de este cuaderno y de este lápiz.

Luego otra vez a escribir, y me metí tan adentro en el cuento que allí me perdí. Ya lo escribía yo y no se escribía solo, y no levanté los ojos ni supe la hora ni guardé nocíon del lugar ni pedí otro ron Saint James. Estaba harto de ron Saint James sin darme cuenta de que estaba harto. Al fin el cuento quedó listo y yo cansado. Leí el último párrafo y luego levanté los ojos y busqué a la chica y se habia marchado. Por lo menos que esté con un hombre que valga la pena, pensé. Pero me dio tristeza. Cerré la libreta con el cuento adentro y me la metí en el bolsillo de la cartera, y pedí al camarero una docena de portuguesas y media jarra del blanco seco que allí servían. Al terminar un cuento me sentía siempre vaciado y a la vez triste y contento, como si hubiera hecho el amor, y aquella vez estaba seguro de que era un buen cuento, aunque para saber hasta dónde era bueno había que esperar a releerlo al día siguiente.

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