El primer pensamiento que me ha venido a la mente al terminar de ver la película y darme cuenta que toda y todo espectador que estaba en la proyección se quedó hasta el final de los créditos, fue: “Qué bonita película”. Y si, evidentemente es una bonita película y me hace darme cuenta de algo que ya venía pensando sobre Ángeles Cruz desde sus cortometrajes: va siendo a mi parecer una de las voces más interesantes, importantes y valiosas del cine mexicano.
Hay que empezar diciendo, que la película empieza siendo claramente una película infantil con un aura muy peculiar y particular que además hace que uno recuerde algunas películas muy bonitas realizadas por comunidades originarias del sur de México, como “El sembrador”. Y si bien, los primeros minutitos surgen ciertos detalles (negativos a nivel producción, desde mi perspectiva) que nos revelan la naturaleza del reparto amateur y la utilización de la música como un agente de los estados emocionales de los personajes y cómo se pretende que nosotros los somatícenos, después los valores se empiezan a nivelar y a partir del momento que determina la condición de Valentina a lo largo de la película, todo va en ascenso.
Toda la obra de Ángeles va sobre las emociones tan particulares que las personas desarrollan desde el dolor, el abandono y el rechazo, tanto físico como emocional, en el centro del lugar de origen o en la distancia estando lejos de la tierra que nos vio nacer. Trata temas como la tristeza, la alegría, la desesperanza y la esperanza (puntos extremos o contra polos de cada situación), pero también del exilio al que nos someten, y en ocasiones también ese exilio auto impuesto por necesidad, que es un tema que particularmente la gran mayoría de comunidades originarias no sólo del país, sino de toda América latina podrían verse reflejadas, y en ese sentido la historia de esta película no es la excepción. Dicho en otras palabras: tiene temas recurrentes, es una autora en toda la extensión de la palabra. Siento que la universalidad de esta historia puede tocar a cualquier ser humano, por ejemplo, no me cuesta nada confesar que yo en algunos momentos de mi vida me he sentido como Valentina, ese deseo de buscar al prójimo, de tratar de alcanzarlo al lugar en donde esta, cueste lo que cueste tanto metafórica como literalmente. Que es el cine sino un espejo en el cual identificarse.
A mí parecer la película pudo haber llamado “Valentina o la tiricia de las infancias”, o “Valentina o las distintas formas de duelo que las infancias experimentan”.
Los paisajes que comprenden la cotidianidad de Valentina, y su madre, y Pedro (tremendas y conmovedoras actuaciones en particular de ellos tres), la música de intérpretes de la comunidad que en verdad es preciosa, y toda la carga simbólica de la comunidad en que se hace la película, así como las personas que viven en ella y también participan en la película, forman un cuadro del cual es imposible no conmoverse. Además, técnicamente hablando la película es perfecta, la coordinación de la acción en cada escena, los elementos literarios en los diálogos y en el guion que reflejan la sabiduría de estas regiones y su conexión con todos los elementos de la madre Tierra. Encuadres y desplazamientos de cámara finísimos, por supuesto acompañados de un trabajo redondo en cuanto a iluminación y cinefotografía. Obviedades que forzosamente hay que mencionar para enriquecer el texto como el gran y sutil trabajo que se hace desde el diseño de producción, la coordinación de reparto y extras, una película grande en su sencillez, y mesurada en su grandeza, y que fue apoyada tanto por el estímulos federales como por festivales como Toulouse y el Vancouver Latin American Film Festival.
No sé si de acá a diciembre, terminará siendo mi película mexicana favorita del año, pero de que esta en la lista, estará.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario