Hablar
hoy día de la importancia, relevancia y calidad de las películas realizadas en
nuestro país, no es exclusivo de unos pocos, o de distinguidos círculos de
intelectuales y críticos de cine; hoy día, más que nunca, se podría decir que
vivimos en una época privilegiada no solo por la gran calidad técnica con que
se producen las películas en México, sino también por los "fondos"
que se tocan en estas, y que la gran mayoría de la audiencia podemos percatar
esa pequeña gran luz que nada entre el mar de entretenimiento de televisión
llevado a la pantalla grande que también abunda. Pero si hay que destacar algo
por sobre todas las cosas en este nuevo fondo y forma de nuestro
cine es la presencia de la mujer.
Hay
muchos nombres que figuran en la lista de directoras que en los últimos diez
años han dado un golpe de autoridad en base a su trabajo, esfuerzo y la manera
en que exponen la delicada y detallista mirada de cómo ven la vida. Yo podría
decir, sin temor a retractarme, que hay tres nombres por encima del que ustedes
me digan, tres mujeres que hoy día son de las voces más certificadas e
influyentes de nuestro cine, y las tres con solo dos películas en su haber:
Alejandra Márquez, Claudia Sainte-Luce y Natalia Beristáin, de quien ahora
escribo sobre su ópera prima.
La
primera vez que vi esta película recuerdo que me dejó una grata impresión, pero
no escribí sobre ella. Y ahora que lo hago menciono esto porque en aquel
entonces, a pesar de verle muchos valores a la propuesta de Natalia, no me
atrapó tanto, en específico, y la razón por la que creo importante escribir y
exponer la tesis de esta, es por su desenlace, que seguro causó y seguirá
causando discusión.
La
trama de la película va sobre Amanda, una mujer de entre 25 y 35 años, que por
algún motivo no puede estar sola por las noches, lo que la lleva a buscar
compañía en más de un amante. Su rutina de soledad diurna sin aparente
ocupación se ve trastocada cuando se tiene que hacer cargo de Dolores, su
abuela paterna, una mujer que vive de sus glorias pasadas como actriz de cine,
a pesar de presentar problemas de memoria, y su adicción a la bebida
alcohólica. En la constante convivencia entre ambas surgen desacuerdos,
pleitos, reproches, pero con el pasar del tiempo aparecen además de canales de
comunicación, semejanzas que van más allá del lazo de sangre, y con estas
semejanzas, cual si fueran espejos en el tiempo, surgen la necesidad de querer
ayudarse.
Partiendo
de la mirada incisiva, muy similar a la de las otras dos directoras antes
mencionadas (y de algunas otras más, por ejemplo, en esta película me parece
hay una similitud en cuanto a la composición, que evoca con la más reciente Restos de viento, de Jimena Montemayor), pero claramente hay una diferencia en
cuanto a formas hablando en los planos efectuados y el lado
estético de su puesta, y fondos en el sentido del discurso; hay una
importancia al detalle que hace que uno fije su atención a través de la mirada
ordenada por la directora y ejecutada por la cinefotógrafa (en este caso la
encargada que atiende este departamento es Dariela Ludlow, que también realizó
la gran fotografía de Los Adioses).
Justamente
este acercamiento al detalle hace que uno encuentre aún más empatía, sin llegar
al melodrama barato o el empalagamiento, de la que nos podrían provocar vista
de manera más general la historia de estas dos mujeres, ambas con una depresión
que se manifiesta no tanto en el hecho de no querer dormir solas, sino en no
estar solas de noche, y lo que esta representa. Si bien
ambas durante el día pueden estar solas, con alguno de sus recursos para
escapar y que anestesian ese dolor y vacío que arrastran, y que en las dos
surge de la figura de un hombre, el mismo hombre, para Amanda en forma de padre
y las obligaciones que le exige, y para Dolores en forma de hijo y su abandono,
llegada la noche saben que ambas están en igualdad de circunstancias, en
estados muy semejantes.
Hay
muchos elementos que embellecen a la película de sobremanera y que logran que
su discurso sea muy bien ejecutado y más valioso incluso que la obra posterior
de Beristáin. Si bien en Los Adioses hay una mirada mucho más sutil y
que dota de belleza real a la artista retratada, incluso en sus momentos más
difíciles que también se manifiestan por la figura de un hombre, en No
quiero dormir sola es aún más crudo el conflicto de los dos personajes, es
más externo el golpe, no hay nada implícito, a pesar de haberlo en un plano
metafórico y conceptual como lo puede ser la misma tesis de Persona, y
esta es el miedo consciente al principio de la relación entre ambas mujeres, de
verse reflejadas a sí mismas, ya sea en el pasado o en el presente (la escena
de las regaderas es tan impactante por lo bien lograda que está, como por su concepto
en el hecho mismo), y esto me hace tocar el tema de las actuaciones de ambas
actrices.
No sé
si Natalia desde la concepción de su guion buscó que este par de actrices
interpretaran a sus personajes, pero no hay duda de que quedaron como anillo al
dedo. Ambas representan de manera atinada cada una de las etapas de
estas mujeres en crisis, sin que esta se manifieste incluso en grandes momentos
dramáticos. Es sutil y agudo su trato y gesto ante su problema interno (mucho de
esto se debe por supuesto a la increíble dirección de Natalia).
Mariana
Gajá como Amanda muestra su personalidad introvertida, su angustia y su
ansiedad al morderse las uñas, pero también en los momentos en que se enfrenta
con el alcoholismo de su abuela muestra su enfado y sufrimiento no sólo por
ella, quizá también por un recuerdo de infancia que involucra a su padre, con
el que también hay una manera de expresarse, y que corporalmente hablando hay
un gran trabajo de Mariana, al igual que el de Adriana Roel, que también lleva
como extra el ver de cierta manera este trabajo con una línea autobiográfica
(incluso para la misma Beristáin se le
podría dar esta lectura, ya que Amanda se dedica a la fotografía y el papá de
ésta es director de cine y además interpretado por el padre de Natalia) y que
en su momento ganó el Ariel a la Mejor Interpretación Femenina.
El
final de la película me parece es muy oportuno para entablar temas de
conversación importantes como el de las formas en que lidiamos con crisis personales
en torno a nuestros deseos y tiempos pasados, la forma en que se manifiestan
nuestras carencias para saber comunicarnos y expresar los problemas no
superados, cómo buscamos en el otro, una vez entablado un canal de
comunicación, la salvación propia, o la de quien quizá está en nuestros zapatos
¿Ayudamos al otro al precio que sea, esperando que alguien más nos ayude de la
misma manera en su determinado momento? Solo es una de las preguntas que hay
que hacer/contestar a nuestra conciencia y nuestra moral una vez que vemos a
Dolores tomar su medicamento y a Amanda tomando un baño de tina.
Y,
para terminar, porque no quería dejar de comentarlo, es que es evidente cómo
los directores noveles son cobijados por las personas del medio cuando por fin
logran conseguir los apoyos para realizar su ópera prima. Ejemplos hay muchos,
a bote pronto podría mencionar al ya reconocido Ernesto Contreras, que cuando
realizó Párpados Azules, en la escena en la que la pareja protagónica
sale a bailar, toda la gente que está en el salón es gente de staff, maestros y
compañeros de generación de Ernesto, que sin el apoyo de esa gente que no
recibe nada por estar en la película, simplemente muchas óperas primas no se
podrían realizar, no darían a luz a directoras como Natalia.
En
esta película podemos ver, por ejemplo, al productor ejecutivo (Kyzza Terrazas)
interpretando a uno de los amantes, escuchar al actor Pedro de Tavira haciendo
la música para la película (y que también actuaría y haría la música en la
ópera prima de Jimena Montemayor En la sangre) y a Claudia Sainte-Luce
como extra en el bar donde trabaja otro de los amantes de Amanda, interpretado
por Leonardo Ortizgris.
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