Ella era cinco años mayor que yo, pero era la menor de las cuatro hijas de mi tía Katia, era la única que dormía sola en la habitación de arriba, donde me hacían dormir con ella, ella me hacía que besara su cuello mientras metía su mano dentro de sus short's de mezclilla azul, yo aún sin saber que era aquello, o siquiera sentir excitación alguna, sentía un terror fascinante, cosa que ni el placer o la felicidad más rimbombante, me han hecho volver a sentir en la vida. Karla me decía que cuando fuéramos mayores nos casaríamos y tendríamos muchos hijos.
Recuerdo aquel verano como lo más maravilloso que me haya pasado, en aquella casa amarilla con puertas y ventanas todo el día abierta siendo de día o de noche, recuerdo los muchos amigos que tenía, recuerdo lo que era regresar de noche a la casa corriendo y encontrándome en la puerta a mis primas mayores con las vecinas, la brisa del océano pacífico hacía que, ya fuera de día o de noche, todas las muchachas llevaban vestidos diminutos y sus bocas pintadas de rojo. Todas eran hermosas, blancas, altas, no es que alguna en particular me gustara, pero si me encerraran en una habitación a oscuras con todas ellas, con solo sentir su aroma, y sus labios agrietados con mis dedos, podría saber cual era cual. Pero no había cosa que más recordara de aquellos días que llegar a la habitación a bañarme antes de cenar y ver a Karla esperándome en el baño para hacer lo mismo que todas las noches antes de cenar y apenas y vernos a los ojos, pero jamás a las manos.
Recuerdo que mientras yo jugaba con los niños de mi edad en la calle a lo que fuera mientras esto nos hiciera revolcarnos y correr, mi prima Karla platicaba con un chico el cual ella decía que tenía 16 años, que no era su novio, pero que la abrazaba y la besaba mientras ella no dejaba de mirarme.
La segunda vez que nos vimos, diez años después, ya no era lo mismo. Ni dormíamos en el mismo cuarto, ni podíamos andar con esos juegos a nuestra edad. Evitábamos a toda costa estar solos, porque sabíamos que aunque no nos fuéramos a casar, ambos queríamos concluir aquello que yo sabía que Karla hacía conmigo. Pero aún así lejos de querer aprovecharme de ello, nunca busqué el contacto, la noche en que por fin pudimos estar solos recuerdo que ella me dijo:
-Estás muy serio, ¿en quién piensas?
A lo que yo respondí:
-En nadie.
Y ella remato:
-Todos piensan en alguien, mira que si lo sabré yo, que llevo diez años pensando en ti.
Aquella vez no hizo falta más para entregarnos al idilio del placer. Aquella noche fue tal la pasión que acordamos no volver a hacerlo, porque jamás podríamos igualar semejante entrega, de cierta forma, algo en nosotros dos murió, aquella noche, y sabíamos que si volvíamos a estar juntos, quizá acabaríamos muertos, como lo que murió en mi interior seis meses después al enterarme que ella se casaba, y como lo que en mí muere hoy, cinco años después que vuelvo por tercera vez a casa de mi tía Katia, donde el grande guayabo que daba el olor al patio ya no está, las vecinas y mis primas ya no son tan jóvenes pero siguen siendo hermosas y con los labios rojos e hijas muy parecidas a ellas, y el agua no deja de agitarse. Como lo que en mí muere el día de hoy que vuelvo al funeral de Karla y su esposo, como si aquella magia me la hubiera arrebatado por la promesa que no cumplimos, y que a mí me a llevado de muerte en muerte, y a ella se la arrebató de un tirón. Hoy quisiera creer en fantasmas.
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