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martes, 9 de diciembre de 2014

Julio Cortázar y Alejandra Pizarnik. (su alejandra) La pareja del siglo sin ser una pareja. (4)


De pronto lo miró y le dijo: la Maga soy yo. Se lo dijo al mismísimo Cortázar, al autor de Rayuela, al dueño e inventor del personaje. La poeta Alejandra Pizarnik se lo dijo a su amigo Julio Cortázar. En París. La Maga soy yo. El escritor sonrió apenas y no hizo comentarios. ¡Tantas supuestas musas le habían dicho lo mismo! Ser la Maga para ellas quería decir muchas cosas. Vivir todo el tiempo en estado de exaltación lírica, ser amadas hasta el fin por los mejores varones, apretar el tubo del dentífrico por la mitad y no desde abajo como recomiendan los bien nacidos, transcurrir por las calles alegremente, sin rumbo, sin horarios, sin religión. Ser la Maga era soñar en colores. Era también disfrutar de Mozart sin saber quién es Mozart. Ser valiente. Inclinarse siempre para el lado de la sed. O bañarse desnuda con agua de lluvia en una plaza pública. O tener amigos altos y barbudos como, por ejemplo, Cortázar.

Alejandra y Julio se conocieron tal vez en Pont des Arts, una mañana, casi por accidente. Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos. Casi no hablaron. Pero se enamoraron con esa mezcla de asombro y distancia que suele unir a los amigos. Alejandra estaba sola y se sentía sola; había viajado a Europa luego de atravesar por un cúmulo de frustraciones. Muy pronto se hicieron evidentes, entre ellos, grandes y sutiles afinidades. La verdad no está en los libros sino en la piel, en las miradas, en las ramas de los árboles, en los puentes sobre el río neblinoso y en las amadas palabras cotidianas. La amistad se fue cocinando mediante una infinidad de gestos de extrema delicadeza y con una mutua actitud de ternura vigilante.

Un día, como una golondrina que anuncia la coronación a quien ya es rey, Alejandra le dijo a Cortázar que la Maga era ella. El hombre la dejó hablar. La quería demasiado como para contradecirla. Al mismo tiempo no demoró en ayudarla a ingresar al exclusivo mundo parisino. Siempre la consideró una gran poeta. En 1973 hasta le había dado el manuscrito de Rayuela para que se lo pasara a máquina y pudiera, de paso, ganarse unos pesos. Una tarde de lluvia, en un café de Saint Michel, ella le leyó una especie de breve manifiesto literario. “La poesía –le dijo– es el lugar donde todo sucede. A semejanza del amor, del humor, del suicidio y de todo acto profundamente subversivo, la poesía se desentiende de lo que no es su libertad o su verdad.” Cortázar les temía a las sentencias. Al cronopio le encantaba la palabra subversión. Pero no le gustaba la palabra suicidio, implícita en casi todo el discurso de su amiga.

¿Amó Pizarnik a Cortázar? Es dificil saberlo. Aunque al menos es probable que soñara con esa posibilidad. La relación que los unió fue suficientemente íntima como para imaginar entre ellos un amor espontáneo y sin pactos, como un resplandor. Después, acaso pensando en su amigo, ella escribió algo sobre las cartas, el amor y los silencios. “Ahora mis pasos de loba ansiosa en derredor del círculo de luz donde deslizan la correspondencia. Sus cartas crean un segundo silencio más denso aún que el de sus ojos desde la ventana de su casa. El segundo silencio de sus cartas da lugar al tercer silencio hecho de falta de cartas. Toda la gama de silencios en tanto de ese lado beben la sangre que siento perder de este lado. No obstante, si no sintiera esta correspondencia vampírica, me moriría de falta de una correspondencia así. Alguien que amé en otra vida, en ninguna vida, en todas las vidas. Alguien a quien amar desde mi lugar de reminiscencias, a quien ofrendarme, a quien sacrificarme como si así cumpliera una justa devolución o restableciera el equilibrio cósmico.”

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