Creo que no podría extenderme en mis palabras sin que una especie de densidad invadan estas palabras, y es que hablar/escribir sobre el cine de Lisandro Alonso siempre lo lleva a uno a lugares donde el pensamiento predomina y uno no sabe qué tanto está hablando del cine del argentino, sus intenciones y nuestras interpretaciones; y qué tanto se está proyectando sobre el deseo de ver más cine libre de lazos narrativos, a todos los que conocemos, disfrutamos y nos enfrentamos al siempre inclasificable cine de Lisandro; incluso se corre el riesgo de que al escribir sobre el cine de Lisandro, sea cual sea la película referida, se esté escribiendo sobre uno mismo, y lo que queremos/buscamos a través de cine, ya sea que tengamos intenciones artísticas o no.
La película de Lisandro me hace pensar en estos ejercicios que suelen poner en talleres de literatura (de los cuales participé en algún periodo de mi vida) donde te dan tres elementos y tienes que escribir tres historias, pero en el caso de Lisandro el ejercicio se lleva a los límites (para bien) de la creación y nos muestra un tríptico con conexiones improbables en los que explota (de detonación previa a la creación, no de opresión) al máximo sus tres elementos: nativo, arma, muerte.
En este desmenuce y desarrollo de historias, cada una con su intención, pero unidas al fin y al cabo (a través de dos personajes, que aparentemente no se atan al tiempo lineal); hay marcas palpables sobre identidad, interpretación, comunicación y demás elementos que llevan al espectador a lugares muy profundos de su ser para no sólo indagar sobre los probables y posibles pensamientos de los personajes en los largos (la verdad, no tan largos para los que conocemos a Lisandro con previo acercamiento a su cine) momentos de meditación en los que literalmente no ocurre nada salvo los movimientos mismo de la vida ante una mirada fija y extranjera que no pretende “alterar”; sino que nos adentramos a los probables y posibles pensamientos de nosotros mismos.
Si bien los comienzos de cada una de las historias está puramente marcado, y todas a pesar de las diferencias geográficas, de género y estilo, son símiles de lo que Lisandro quiere exponer: las distintas formas de opresión que han vivido los nativos, hasta qué punto se les orilla a la violencia por defensa y rabia y coraje por todo lo que han tenido que pasar durante siglos y hasta qué punto el arma (que puede ser una pistola, o una hierba) ya no puede ser empuñada más sin utilizarla y descargarla aunque sea contra un hermano, o en nosotros mismos. Además de otro elemento que a mí me ha parecido maravillosa la forma en que Lisandro lo emplea y que otras películas (incluso literatura) que retratan historias de pueblos nativos americanos (comprendamos como “americano” a todo el continente: desde Alaska a Argentina) lo han hecho en el retrato de sus tradiciones ancestrales, es el hecho de la transmutación de la vida a la muerte en forma de ave, donde las alas (“mi soledad tiene alas”) y las plumas forman parte importante de esta transición, pero también hay otra sentencia que rige de manera fantástica estas transiciones cuando el pecado acompaña a esta transición: “quien a hierro mata, a hierro muere”.
Cerrando, Lisandro crea un tríptico completo, con una narrativa más liviana a la que nos tiene acostumbrados en su cine, sobre el destino y los caminos, metafóricos y literales; que tomamos para llegar a este, y un elemento muy importante: no todas las historias que nos son contadas deben tener un final, el final puede estar dentro de nosotros mismos.
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