Inventario de las cosas perdidas es un poemario de la poetisa Yaroslabi Bañuelos, editado por la UNAM a través de Ediciones de punto de partida. En este poemario Yaroslabi (a quien tuve el honor de tener como editora durante algunos meses en Sudcalifornios.com) da muestra del gran talento que tiene para darle alma a palabras y cosas a las que, entre la insensibilidad y la cotidianidad (o quizá las consecuencias de la segunda sobre la primera, y/o viceversa), las solemos dejar pasar desapercibidas, o les quitamos la real belleza que cada una guarda; como los pájaros, la arena, la lluvia, el desierto, el whisky, el polvo, la noche. Pocas obras resignifican esa magia y esa vida secreta de las palabras.
Por una parte, Yaroslabi nos muestra como la poesía a veces puede ser un espejo en el cual nos reflejamos, nos miramos, nos proyectamos; y eso casi siempre, o mejor dicho, siempre pasa cuando nos encontramos ante una autora honesta como Yaros. Ella se abre, se muestra, incluso se cuestiona, y sana heridas de los lectores enfermos que sólo encuentran cura en las rimas de las referencias que la misma autora nos comparte: Pizarnik, Belli, Szymborska. También explora los estragos que la pandemia ha traído a la vida de las personas, los poemas en primera persona siempre son más potentes para la reflexión. Y en una tercera parte del libro expone su latente preocupación por todas esas voces de mujeres que jamás volveremos a escuchar: muerte, desaparición, violencia, casos a los que Yaroslabi le importan y le duelen (eso es palpable en la forma tan personal que escribe, no hay necesidad de leerlo entre líneas) y que también reivindica con su poesía y hace una especie de luminoso altar ante una negra y oscura realidad que uno no quisiera más que fuera ficción.
Está demás todo lo que yo pueda escribir de tan maravilloso libro, que sin duda alguna es y será parteaguas de la poesía en Baja California Sur. No hago ahora más que compartir algunos de mis versos favoritos plasmados en varios de los poemas que integran a este ejemplar.
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Pasa que ayer cumplí treinta años y mis ojos hinchados se parecen
cada vez más al llanto de mi madre.
(...)
Creo que no caben más inviernos
en el álbum de estas manos ni más piedras dentro de mi zapato.
Hoy quisiera ser Kim Kardashian y no este cuerpo vacío
que llenó sus huecos con odio reciclado,
con whisky barato y triglicéridos y edulcorantes artificiales,
fluoxetina o el murmullo de un hombre distante
(el espectro de un recuerdo, el fantasma de un fantasma).
Hoy quisiera ser ella y no ser yo o no ser nadie,
pero no puedo liberarme de mí,
de mi cuerpo cansado y sus nostalgias.
(La estabilidad emocional no es una opción realista,
no se sobrevive al otoño
cuando se persiguen espejismos durante tantos veranos).
Una casa sin cicatrices, donde fluya el agua tibia en el invierno
y las mariposas amarillas persigan
las lluvias de verano.
(...)
[Mi hermana asegura que en esta familia
las mujeres estamos malditas:
todas lavamos a mano la miseria]
"John Steinbeck contempló
las mismas olas borrachas de sol que hoy salpican mi rostro".
Aprendí a cocinar caldo de res
como lo hacía mi madre,
grabé los ingredientes en el cajón
de un agosto con olor a epazote.
Cuando muere el último turno
guarda su sonrisa en la caja registradora y atraviesa la ciudad
con la luna metida entre los párpados,
aferrada al tubo de un pesero que tose humo negro
mientras sus ojos inventan un poema de vagabundos y ratas.
Antes de que el azufre cubriera las playas,
las tardes de verano
eran una peregrinación de nubes y veleros bañados por el sol:
solíamos arrojarnos sobre la arena del mar
y nuestros ojos navegaban
la luz azul en un cielo sin heridas.
Esta llovizna de otoño me sabe a carbón,
a preludio de incendio,
a espera y vinagre.
Escribo de noche porque estoy sola
y el silencio imita
a las canciones de mi infancia
o al lamento de los árboles.
[aunque confieso
que hay tardes inmóviles en las que extraño
el polen y la lluvia fresca
de las primaveras que nunca habité].
El cuerpo de esas mujeres
está mallugado
y sus voces suenan igual
al canto del desierto,
por eso ningún señor de corbata
las recuerda:
Cuando Imelda enrolló su pescuezo en aquella rama
sólo acumulaba treinta años de sol;
la misma edad que hoy calcina mi cuerpo,
los mismos septiembres que galopan en los ojos de su hijo.
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